Estaba
desorientado, rodeado por la oscuridad no sabía lo que hacer. ¿Dónde
me hallaba? ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a este lugar?
No veía
absolutamente nada. La habitación, cubierta por la oscuridad,
imposibilitaba que fuera capaz de reconocer dónde estaba. Comencé a
caminar. Como un ciego sin bastón intentaba palpar lo que me rodeaba
y no golpearme con los objetos que podrían encontrarse en aquel
siniestro espacio.
Poco a
poco la vista se fue acostumbrando a la oscuridad y empecé a
percibir las formas que allí se encontraban. A duras penas me
percaté de una especie de estructura sólida y más alta que yo, con
lo que evité dañarme con una de sus esquinas. Mi desconcierto
aumentaba por momentos. Súbitamente mi estómago comenzó a rugir.
Necesitaba comida. Mis pulsaciones se dispararon y sentía todo tipo
de sensaciones, nada satisfactorias. No tenía más remedio que
seguir explorando, casi a ciegas, la celda en la que estaba, así que
seguí caminando.
Paso a
paso, llegué hasta la pared. Era una pared fría, rugosa y
descascarillada, seguramente a causa de las humedades. No me detuve y
continué tocando la pared, con las esperanzas de encontrar algo de
luz, ya que el tenue ambiente del lugar sólo me permitía reconocer
las siluetas de los objetos que me rodeaban.
Algo
sobresalía de aquella pared. Parecía un pomo. Por fin encontré la
puerta que daría salida a este lugar, el cual desconocía. Giré lo
que se asemejaba al pomo de una puerta y, tras un chasquido, la
puerta se abrió.
Me
encontraba en un pasillo un tanto familiar. Lo poco que podía
apreciar me transmitía esa sensación; yo ya había estado allí
antes. El hambre se acentuaba cada vez más, así que no tuve más
remedio que avanzar para así, con suerte, conseguir algún alimento.
Guiándome
con una mano puesta en la rugosa pared llegué hasta una esquina.
Tras cruzarla, aprecié que volvía a sentir un tacto muy parejo a la
de la puerta del principio, con lo que decidí abrirla.
Acto
seguido, pulsé un interruptor que por fortuna hallé, con lo que se
encendió la luz.
Para mi
sorpresa, estaba en mi propia cocina, hambriento y desorientado por
haberme acabado de despertar de la siesta. Inesperadamente, mi madre
se dirigió a mí diciendo: “Hijo, he estado los últimos diez
minutos observándote y parecías un auténtico gilipollas. Vale que
a veces te despiertes de la siesta y no sepas ni dónde estás, pero
es que tienes treinta y cuatro años. Que tenemos una edad, por
Dios”.