viernes, 14 de febrero de 2014

¿DÓNDE ESTOY?

Estaba desorientado, rodeado por la oscuridad no sabía lo que hacer. ¿Dónde me hallaba? ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a este lugar?

No veía absolutamente nada. La habitación, cubierta por la oscuridad, imposibilitaba que fuera capaz de reconocer dónde estaba. Comencé a caminar. Como un ciego sin bastón intentaba palpar lo que me rodeaba y no golpearme con los objetos que podrían encontrarse en aquel siniestro espacio.

Poco a poco la vista se fue acostumbrando a la oscuridad y empecé a percibir las formas que allí se encontraban. A duras penas me percaté de una especie de estructura sólida y más alta que yo, con lo que evité dañarme con una de sus esquinas. Mi desconcierto aumentaba por momentos. Súbitamente mi estómago comenzó a rugir. Necesitaba comida. Mis pulsaciones se dispararon y sentía todo tipo de sensaciones, nada satisfactorias. No tenía más remedio que seguir explorando, casi a ciegas, la celda en la que estaba, así que seguí caminando.

Paso a paso, llegué hasta la pared. Era una pared fría, rugosa y descascarillada, seguramente a causa de las humedades. No me detuve y continué tocando la pared, con las esperanzas de encontrar algo de luz, ya que el tenue ambiente del lugar sólo me permitía reconocer las siluetas de los objetos que me rodeaban.

Algo sobresalía de aquella pared. Parecía un pomo. Por fin encontré la puerta que daría salida a este lugar, el cual desconocía. Giré lo que se asemejaba al pomo de una puerta y, tras un chasquido, la puerta se abrió.

Me encontraba en un pasillo un tanto familiar. Lo poco que podía apreciar me transmitía esa sensación; yo ya había estado allí antes. El hambre se acentuaba cada vez más, así que no tuve más remedio que avanzar para así, con suerte, conseguir algún alimento.

Guiándome con una mano puesta en la rugosa pared llegué hasta una esquina. Tras cruzarla, aprecié que volvía a sentir un tacto muy parejo a la de la puerta del principio, con lo que decidí abrirla.

Acto seguido, pulsé un interruptor que por fortuna hallé, con lo que se encendió la luz.

Para mi sorpresa, estaba en mi propia cocina, hambriento y desorientado por haberme acabado de despertar de la siesta. Inesperadamente, mi madre se dirigió a mí diciendo: “Hijo, he estado los últimos diez minutos observándote y parecías un auténtico gilipollas. Vale que a veces te despiertes de la siesta y no sepas ni dónde estás, pero es que tienes treinta y cuatro años. Que tenemos una edad, por Dios”.